viernes, mayo 09, 2008

...recordando nuestros paseos (1)

Colliguay es un pequeño poblado que queda a 55 Km al interior de Quilpué. A 520 metros de altura, se encuentra el valle que se caracteriza por tener un microclima especial, con temperaturas en verano que superan los 30°C. Con algunos caseríos, es ideal para ir en la época de verano por sus diversos lugares para acampar y su gran cantidad de pozas formadas por el, a veces, caudaloso estero Puangue. El antiguo y polvoriento camino –hoy asfaltado y con luz eléctrica- y su empinada y sinuosa cuesta, no tiene nada que envidiarle al camino a Portillo, por sus estrechas curvas en muchas de las cuales la micro que accede al pueblo dos veces al día, ha de tomar doble impulso, bordeando las quebradas para poder seguir subiendo.
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En octubre de 1976 estuvimos unos días en el emplazamiento que la Asociación Cristiana de Jóvenes o Y.M.C.A. –la Guay– tiene en el sector denominado Cerro Viejo.
Circundado por quillalles, populares maquis, decorativos espinos con sus amarillas flores, curativos y muy valorados boldos, aromáticos eucaliptos y alguno que otro litre al que pudiéramos garabatear, este albergue estaba conformado por una serie de habitaciones, todas ellas de adobe, reunidas en grupos de tres piezas, en cuyo interior mantenían sendas literas para ocho personas que alojaron al curso en pequeños corrillos que se fueron dando espontáneamente. Completaban el entorno el edificio del comedor y el sector de los baños,
Armamos un grupo con Guillermo Candia, Víctor Gaete, Camilo Vallejo, Ricardo Moll, Ricardo Valenzuela y el David ‘Bob Cuevas’ Rojas. Elegimos estratégicamente nuestra cabaña que estaba en el extremo sur del recinto, así estaríamos más alejado de los profesores a cargo. Pero, las mujeres fueron más astutas, se instalaron en la última pieza que quedaba contigua a la nuestra.
Cada cabaña era una rústica estructura que había sido construida sin separaciones entre las cerchas del tejado. Una delgada cubierta en el cielo de la habitación y las gruesas paredes de barro, nos aislaban de la otra. Todo el entretecho estaba virtualmente unido para hacer circular el aire, a modo de ventilación.
Una de las noches, después de la cena, y ya en nuestro reducto, comenzamos a divagar acerca del curso y sus niñas. Los enredos y episodios amorosos estaban en un creciente desarrollo y aún no se habían formalizados los pololeos. La trascendencia de la conversación fue en aumento y las infidencias también, pero no nos dimos cuenta que, aparte de la ventilación que se generaba por aquella forma artesanal de construir, también permitían una muy buena acústica, por lo que lo expresado ahí, fue de pleno conocimiento por la última pieza. De este modo, nuestras compañeras supieron, con algo de sorpresa, cómo las imaginábamos y, lo más embarazoso, si alguno era su enamorado oculto y sufriente.

Al otro día reparamos que algo raro pasaba, pues algunas de ellas ya no nos atendían tan cariñosamente como antes, se habían tornado huidizas, algo esquivas e incluso molestas, otras, en cambio, se sentían más cercanas a aquel grupo.
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Esa fue la parte desagradable para nosotros. El destino, burlón, no tardaría en efectuar revancha.
Cerca del recinto que hacía de comedor, se encontraban los baños, los cuales fueron individualizados con un pequeño cartel para evitar enredos de ocupación. Paseábamos juntos más no revueltos. Pero, cuando el estómago no puede reprimirse y la vejiga presiona sin control, puede causar una toma de decisión que a veces sin ser la correcta, resulta por lo mucho, la más beneficiosa.
Y Jorge Malebrán así lo experimentó.
Dejemos volar nuestra mente para encontrarnos ese día y despertar con un aire limpio y puro, que produce una digestión muy acelerada y un inevitable dolor de tripas que apalean el cuerpo de nuestro protagonista, produciendo una extrema necesidad por evacuar. La visión se nubla, se confunde el sentido de orientación y para él, un baño es un baño, con o sin cartel.
En este aprieto, el Maleta ingresó corriendo a la primera puerta que logró llegar. Ya sentado y más tranquilo, comenzó su labor de achique cavilando en profundos teoremas cuánticos, normales de ese gran momento. De pronto, escuchó con asombro que el baño comenzaba a llenarse de voces femeninas que, por la mañana acudían a su aseo personal. Se me olvidó indicar que aparte de los mencionados cubículos había un sector destinado a las duchas. La situación para Jorge se tornó muy complicada.
Rápidamente puso el cerrojo a la puerta y la trabó de tal manera que fuera más difícil abrirla, si es que alguien intentaba hacerlo. Luego subió sus piernas encima del receptáculo, guardó silencio y esperó. El recinto entonces, quedó nutrido de cuerpos desnudos -y otros a medio vestir- que, entre risas y bullicio, se duchaban con agua helada.
La temperatura de los fríos cuerpos mojados se contrastaba con el sofocante sudor que corría por el rostro de Malebrán, cuya mente batallaba entre el temor que pudiera ser descubierto y mantenerse quieto para obtener la generosa visión que lograba desde unos pequeños agujeros que poseían las paredes del cubículo.
Terminada la labor de limpieza, los cuerpos fueron cubriéndose y el recinto fue desocupándose lentamente, hasta que nuestro personaje quedó nuevamente en solitario. Respiró aliviado y aunque un tanto agarrotado, se cercioró lentamente que no hubiera ninguna de las bañistas. Corrió el cerrojo y pudo al fin salir, despacio, con sus piernas entumidas y con el corazón latiendo aceleradamente.
Esta historia cierta o no, y digna de Ripley, se ha transmitido durante todos estos años, como la tradición oral más compleja al interior del curso, al punto de ser incluida dentro de los mitos urbanos y el folklore del colegio, y aunque lamentablemente no podrá nunca ser corroborada, ya que nuestro actor principal no se encuentra con nosotros, deja en evidencia que de ser así, hubo una gran fortuna o una notable imaginación. Qué cosas, ¿no?
Pero, aquel no fue el único cuerpo observado en ropa interior en el campamento.
En otra de las noches –¿o habrá sido en la misma anterior?- a estas alturas la memoria juega en mi contra, en nuestra pieza, comenzamos a echar suertes y apostar quien se atrevía a salir desnudo a tocar la alambrada que distaba de la puerta de la cabaña unos cincuenta metros. El perdedor de la juerga resultó ser Ricardo Moll.
Afuera, el silencio era intenso. La luna brillaba en un cielo limpio de nubes, puntuado por estrellas centelleantes cada vez más numerosas. Había tanta claridad aquella noche, que casi parecía de día. Llegado el momento de cumplir con lo pactado y luego de unas cuantas salidas fingidas, Ricardo se decidió por fin a efectuar el desafío a pie descalzo y ataviado solamente con su calzoncillo. La puerta se abrió lentamente para evitar hacer ruido y que se descubriera la maniobra. El viento comenzó a soplar lentamente y se oían los suspiros de los árboles del entorno. En el firmamento el cuerpo celeste enfocó al otro cuerpo, más rosado, alumbrándolo como un reflector. Ricardo corrió velozmente hasta tocar la reja y regresó.
Tras su salida, la puerta fue cerrada desde su interior, mientras mirábamos por las menudas ventanas como efectuaba el recorrido. A su vuelta y tras unos pocos minutos de mantenerla trabada más un pequeño forcejeo, le permitimos ingresar. Entre risas y aplausos lo celebramos por haber cumplido con la prueba, sin saber que también había sido observado con expectación desde la última cabaña.
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Bueno... eso nos ocurrió a nosotros, pero Carvajal también aportó con su anécdota. Su triste y célebre curadera junto a Aldo Bravo, el profesor de Artes es siempre rememorado.
Otra de las noches ¿Cuántos días habremos estado? No hay registros claros, por lo que fácilmente pudo ser el mismo día. Pues bien, ambos profesores se había dirigido al sector de El Molino, el ‘centro’ más poblado de Colliguay, a tomarse unas copitas. Al rato, un grupo de nosotros partió también hacia el mismo lugar canturreando y haciendo bromas por la oscuridad que nos rodeaba.
En uno de bares del pueblo se habían tomado varias cervezas y al salir los pilló el aire nocturno. Entonces, con algunos grados de alcohol en el cuerpo, emprendieron el camino de vuelta al campamento. En el trayecto deben haber escuchado a nuestro grupo y, dispuestos a jugarnos una broma, se escondieron en un recodo del camino, detrás de unos arbustos.
Al ir acercándonos al lugar, de súbito, vemos surgir de las sombras, dos figuras tambaleantes. Mientras uno de ellos se aproxima y nos grita: “¡¡¡..buu...!!!”. Era don Arnaldo.
Fue patético y desmañado, porque ni siquiera nos asustó. Sin embargo celebramos la broma riéndonos forzadamente, disfrazando así el desacierto cometido por una chambonada tan mala, que daba pena. Afortunadamente para él, la oscuridad de la noche permitió que no pudiéramos apreciar si su rostro se ponía rojo, como era habitual.
Después de esto, la pareja siguió rumbo al recinto. En el accidentado camino de regreso, tropezaron en varias oportunidades y auxiliándose mutuamente en cada ocasión, consiguiendo finalmente su propósito: llegar a las cabañas y poder descansar el resto de la noche.
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(del libro Para Bien de Todos..., Cap.12)

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